sábado, 21 de marzo de 2009

IMAGENES DE BENITO JUAREZ 203

Imágenes de Benito Juárez

Enrique Florescano
Fotografía: AGN


La vida y obra de Benito Juárez marchan entrelazadas con una época decisiva en la formación de la nación moderna, un proyecto que él, como ningún otro personaje del siglo XIX, contribuyó a forjar. Benito Juárez nace el 21 de marzo de 1806, cuando lo que hoy llamamos México era el Virreinato de la Nueva España, una parte del extenso imperio colonial de España en América. Y muere el 18 de julio de 1872, cuando la antigua colonia era un país independiente, había adoptado la forma de República federal y se regía por una constitución liberal que reconocía la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.

Es decir, en el transcurso de su vida el país dejó atrás la subordinación colonial, la estructura estamental y el predominio de la Iglesia y construyó un Estado laico asentado en leyes. Fue éste un tránsito marcado por la prueba de fuego de los años 1846 a 1867, cuando la nación experimentó la irrefrenable lucha faccional de los partidos, la invasión de potencias extranjeras, una cruenta guerra civil y la pérdida de más de la mitad del territorio.

Dice la sabiduría popular que los seres humanos son hijos de su tiempo. La vida de Benito Juárez es un espejo exacto de ese apotegma, pues corrió unida con la historia de su patria, que en esos años enfrentó los signos más adversos que pueden afligir el nacimiento de una nación. Sólo poniendo a prueba el temple de sus mejores hombres pudo la nación remontar esos obstáculos, constituir la República federal y definir los lineamientos de un Estado moderno. La biografía de Benito Juárez es la historia de la construcción política y moral de esa República.

En las páginas que siguen voy a resaltar algunos episodios de esa relación íntima entre el ciudadano Benito Juárez y la construcción de la República liberal.

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Cuando la antigua Nueva España proclamó en 1810 su independencia de la metrópoli, Benito Juárez apenas tenía 5 años. Vivía en un lugar remoto, casi inaccesible, en San Pablo Guelatao, Oaxaca. Y era un indio zapoteca. Es decir, pertenecía al grupo de los mexicanos más pobres entre los pobres. Sólo hablaba la lengua de sus padres y no tenía ninguna posibilidad de aprender el español o de romper el cerco de miseria que había consumido a varias generaciones de sus predecesores. Por un acto inicial que reveló la fuerza de su carácter, a los 12 años Benito Juárez huyó de su pueblo y decidió asentarse en Oaxaca, la capital de su estado. En sus Apuntes para mis hijos escribió que tomó esa decisión inducido por el deseo de aprender el español y estudiar.

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Los historiadores y los interesados en el liberalismo del siglo XIX se preguntan cómo Benito Juárez pudo saltar el cerco de la miseria y la postración del analfabeta y llegar a ser un jurista consumado, un experto constitucionalista y un admirador obsesivo del pensamiento liberal francés, el cual ayudó a transplantar a las leyes y prácticas políticas mexicanas. Quienes han tratado de responder esta incógnita aducen su tenacidad proverbial. Sin embargo, la verdad es que la palanca que disparó el genio de Juárez fue la educación, la sólida y novedosa formación que recibió en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca. Este Instituto se fundó en 1828 y en él se formó la generación más brillante de liberales oaxaqueños.

El Instituto fue el primer centro educativo secular de Oaxaca. Ahí, en lugar de la tradicional carrera eclesiástica sus profesores enseñaron derecho, difundieron los principios del liberalismo europeo e inauguraron las clases de lógica, matemáticas y ética. Sus alumnos conocieron entonces los nuevos aires que transformaban la política, la ciencia y la educación.

Ahí escucharon las primeras críticas razonadas contra el fanatismo y conocieron las virtudes cívicas. El Instituto fue al mismo tiempo un lugar de aprendizaje y un centro formador de vocaciones políticas. Como dice Brian Hamnett, el biógrafo de Juárez, el Partido Liberal de Oaxaca nació en las aulas del Instituto de Ciencias y Artes.

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Otras imágenes de Juárez que es obligado recordar en los desamparados días que corren es la del político y la que dibuja la estatura del estadista. Desde su nacimiento hasta que cumple 43 años Juárez se forma en su estado natal. Abogado, profesor y más tarde director del Instituto de Ciencias y Artes, magistrado de la Suprema Corte, diputado y gobernador interino y constitucional de su estado, Juárez aprende las artes de la política en la arena local y regional. No participa en el Congreso Constituyente de 1856-57. Sin embargo, cuando ocurre el golpe de estado de Ignacio Comonfort en 1857, Juárez, que pocos días antes había sido nombrado presidente de la Suprema Corte de Justicia, asume la primera magistratura y se transforma en baluarte y escudo de la Constitución de 1857. Juárez percibió con claridad que el mayor defecto de la carta constitucional era la disminución de las facultades del Poder Ejecutivo y las enormes atribuciones que le cedía al Legislativo. Pero para corregir esas debilidades en lugar de acudir a la revuelta optó por la vía política, constitucional, y dedicó un año tras otro al empeño de restablecer el equilibrio entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.

Cuando Benito Juárez llegó a ocupar la Presidencia de la República los personajes del Partido Liberal que entonces brillaban con luz propia eran Melchor Ocampo, Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Jesús González Ortega, Vicente Riva Palacio. Eran actores que habían labrado un nombre en la arena política nacional por sus habilidades como representantes en el Congreso, o por su participación en las leyes, las armas o las letras. Juárez carecía de esos talentos.

Sin embargo, frente a esa pléyade de "hombres que parecían gigantes", como los llamó Justo Sierra, Benito Juárez construyó su propio camino para alcanzar uno de los lugares más altos en la memoria nacional. Como dice Daniel Cosío Villegas, "En Juárez se dieron, en una proporción muy finamente equilibrada, el estadista y el político, es decir, el hombre de Estado, capaz de concebir grandes planes de acción gubernamental, y el hombre ducho en la maniobra política". Con esas virtudes Juárez puso en acto las leyes de Reforma que cambiaron el destino de la República. Basta recordar aquí las sustantivas:

* Separación de la Iglesia del Estado
* Nacionalización de los bienes de la Iglesia
* Registro civil de los nacimientos, casamientos y defunciones
* Instauración de la educación laica

En el manifiesto que dirigió a la nación para explicar el sentido de esas leyes, escribió: estas medidas "son las únicas que pueden dar por resultado la sumisión del clero a la potestad civil en sus negocios temporales, dejándolo, sin embargo, con todos los medios [...] para que pueda consagrarse exclusivamente [...] al ejercicio de su ministerio". De este modo, decía, el gobierno "cree también indispensable proteger en la República, con toda su autoridad, la libertad religiosa", la libertad de cultos. Estas leyes, seguidas por la determinación intransigente de su cumplimiento, dieron origen a la nación secular, sustentada no en el privilegio o los fueros étnicos, religiosos o militares, sino en el reconocimiento de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. La fe absoluta de Juárez en la bondad del credo liberal la revela su actitud ante los grupos étnicos. Aún cuando conocía mejor que nadie su situación degradada, jamás pensó en otorgarles a los pueblos étnicos derechos especiales, pues él vio el interés de los indígenas a través de los principios liberales, es decir, promoviéndolos a la categoría de ciudadanos sin más, iguales a los otros.

Otro ejemplo del talento político de Juárez es su capacidad para amalgamar y mantener unido al grupo de fuertes y contrastadas personalidades que componían el Partido Liberal. Así, a pesar de las divisiones internas y las rivalidades personales, Juárez condujo a su partido a metas nacionales, a logros que trazaron el rumbo futuro de la nación. Brian Hamnett dice que la coherencia política de Juárez estaba regida por tres principios. Primero, su apego al gobierno constitucional, al estado de derecho. Segundo, su convicción de que la ley debería imperar sobre cualquier otro interés. Tercero, su fe en la primacía del poder civil como sustento de todo el edificio político.

Juárez fue siempre fiel a estos principios liberales. Pero su lealtad esencial no era partidista, como lo mostró su actitud en los días aciagos de la intervención francesa y el imperio de Maximiliano. Cuando los ejércitos de Napoleón III invadieron el territorio, Benito Juárez asumió a plenitud el cargo de jefe de la defensa nacional, convocó a todas las fuerzas disponibles para combatir al agresor extranjero, y bajo condiciones hostiles y adversas, impuso la derrota al usurpador. La victoria de las armas nacionales decretó entonces la muerte del invasor extranjero y de sus corifeos mexicanos.

La condena de fusilar a Maximiliano suscitó presiones en el exterior y en el interior, algunas hechas por reconocidas celebridades europeas, como Víctor Hugo y Garibaldi. Juárez fue inflexible. Sostuvo que Maximiliano había sido condenado a la pena de muerte por los crímenes cometidos contra una nación independiente; su condena era el castigo merecido a las potencias imperialistas y a las monarquías absolutas, acostumbradas a avasallar a los países débiles. Nosotros, decía Juárez en el documento que justificaba su determinación, "heredamos la nacionalidad indígena de los aztecas, y en correspondencia con ese legado no reconocemos soberanos, ni jueces ni árbitros extranjeros".

Más tarde, apoyado en su victoria sobre el imperialismo europeo y el conservadurismo nativo, Juárez traza las grandes líneas de la política exterior. Declara una moratoria para la deuda exterior y se compromete a pagar las deudas justamente pactadas y reanudar las relaciones rotas si las potencias afectadas manifestaban su deseo de renovarlas y si estaban dispuestas a negociar nuevos tratados sobre una base de estricta igualdad. Para todos los países latinoamericanos, asiáticos, africanos y europeos oprimidos por las potencias imperiales, México fue entonces ejemplo de soberanía y dignidad.

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Los historiadores liberales, presentaron a Benito Juárez como encarnación de la patria. El más notable de estos historiadores es Justo Sierra, quien escribió dos obras memorables. La más famosa es su Evolución política del pueblo mexicano, un gran lienzo que abarca todo el desarrollo histórico de México. En este libro Hidalgo es el fundador de la patria mexicana. De acuerdo con esta idea, de las 400 páginas que Sierra dedica a la formación histórica del país, 250 están consagradas a la Independencia y la Reforma, las dos grandes revoluciones, las "dos aceleraciones violentas de su evolución".

En un intento por comprender la avalancha de acontecimientos abrumadores que nublaron el horizonte de la patria, por descifrar el sentido del faccionalismo político, la ambición de los caudillos regionales, la codicia de los jefes militares, o el apetito de los agiotistas que sin escrúpulo aprovechaban la imparable bancarrota del gobierno, Sierra describe los terribles sucesos que desbarataron la estabilidad del país y lo instalaron en la quiebra económica, la ingobernabilidad y la guerra civil, hasta finalizar con la pérdida de la mitad del territorio. Sus páginas más vibrantes recogen el enfrentamiento contra la Iglesia, el partido conservador y los caudillos militares, representados por la figura rocambolesca de Antonio López de Santa Anna.

Esas páginas sombrías apenas se iluminan con el relato que narra el triunfo de las fuerzas liberales contra el Partido Conservador en la Guerra de Reforma, la gesta que afirmó la separación de la Iglesia del Estado, la desamortización de los bienes de la primera, la supresión de los conventos y comunidades religiosas, la prohibición para estas instituciones de adquirir bienes raíces y el derecho incontestable del Estado para regular los actos esenciales de la vida ciudadana (nacimiento, matrimonio y defunción). En su relato de las interminables pugnas faccionales, virulentos enfrentamientos, guerras, masacres colectivas y muertes indecibles, las páginas luminosas las ocupan los actos heroicos de los miembros del Partido Liberal.

Imitando las vidas ejemplares de Plutarco, el historiador romano que hizo del relato histórico un discurso cívico, Sierra compone breves retratos de los hombres y mujeres que derramaron su sangre por la causa de la Reforma y la defensa de la patria. Entre esos retratos destacan los de Benito Juárez, José Joaquín Herrera, Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto, Manuel González Ortega, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, Francisco Zarco, Santos Degollado, Porfirio Díaz... Entre todos esos defensores de la integridad de la patria sobresale la figura granítica de Benito Juárez, el escudo inconmovible de la República, a quien Justo Sierra celebra con las virtudes del legislador, el atributo supremo encomiado por Plutarco. En este libro Juárez, las leyes de Reforma y la victoria sobre el imperio de Maximiliano son las cumbres del patriotismo liberal. La mejor expresión de esta idea la resume el párrafo siguiente, que celebra el triunfo de la República sobre los invasores franceses:

"La República fue entonces la nación; con excepciones ignoradas, todos asistieron al triunfo, todos comprendieron que había un hecho definitivamente consumado, que se habían realizado conquistas que serían eternas en la historia, que la Reforma, la República y la patria resultaban, desde aquel instante, la misma cosa y que no había más que una bandera nacional, la Constitución de Cincuenta y Siete; bajo ella todos volvieron a ser ciudadanos, a ser mexicanos, a ser libres."

La consolidación del Estado laico, el patriotismo entendido como entrega a la República y sus fundamentos cívicos, y la defensa de la Independencia, son los valores que Sierra ve amalgamados en Juárez, el patriota por excelencia. El homenaje final que Sierra le consagró a Juárez adoptó la forma de libro, su obra más madura como historiador: Juárez su obra y su tiempo. En este libro notable en la historiografía mexicana, escrito como respuesta a la diatriba que contra Juárez publicó Francisco Bulnes (El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio, 1904: y Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, 1905), Sierra dio rienda suelta a su patriotismo y en poco más de quinientas páginas plasmó el mayor tributo al carácter y la obra republicana de Benito Juárez.

Juárez su obra y su tiempo es un compendio magnífico de la ideología y los valores del liberalismo encarnados en Juárez, un relato dramático del vía crucis recorrido por la República en su enfrentamiento con los intereses corporativos heredados del Virreinato (iglesia, ejército, oligarquía criolla), los años infaustos de la guerra civil que derramó torrentes de sangre, la invasión estadounidense con su cuota de derrotas humillantes y su trágico desenlace, el cataclismo de la intervención francesa y el imperio de Maximiliano con la secuela de guerras fratricidas, episodios sangrientos y mortandades, y, por último, detrás de todo ello, la brega sorda, cotidiana, abrumadora, para mantener la integridad del territorio y la independencia de la nación.

Los años de 1846 a 1867 fueron cruciales en la formación del Estado mexicano. Son estos los años cuando la nación luchó por su supervivencia, construyó los baluartes políticos del Estado y trazó los rasgos de su identidad. Para Justo Sierra en esa época encrespada, dolorosa, desfalleciente y aniquiladora, la roca inquebrantable que sostuvo el edificio nacional fue Benito Juárez. En esta interpretación el temple liberal de Juárez y su lucha indeclinable contra el invasor extranjero y el gobierno espurio de Maximiliano, son los constructores del patriotismo y la República liberal.

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Para finalizar quiero señalar porqué hoy la obra y la vida de Benito Juárez siguen siendo lecciones permanentes. É es, en la mitad crítica del siglo XIX, como lo advirtió Ignacio Manuel Altamirano, el ejecutor de la segunda Independencia de México. Su figura encarna la independencia política ante las agresiones del exterior y la defensa moral de los principios de autodeterminación de los pueblos.

Importa recordar a Juárez porque hoy nuestra política exterior es sinónimo de miopía ante la amenazadora situación internacional que nos rodea, cuando vuelve a imperar la fuerza sobre el derecho y la autonomía de los pueblos, cuando nuestra política exterior se sujeta a los poderes imperiales y olvida nuestras responsabilidades en el hemisferio y en el escenario mundial. En contraste con la política internacional independiente y visionaria de Juárez, hoy se nos considera en la esfera diplomática un apéndice de la política estadounidense, fieles seguidores de un rumbo que nunca nos fue consultado y no es el nuestro.

Recordamos hoy a Juárez porque con él culmina la larga batalla liberal contra el fanatismo religioso, porque su política abrió el horizonte del laicismo, cerró las puertas a la religión de Estado y sembró las bases para conjurar las luchas de religión y los fundamentalismos que hoy resucitan en diversas regiones del mundo. Reivindicamos la memoria de Juárez porque hoy, desde la misma Secretaría de Gobernación se apoyan los intereses religiosos que ayer escindieron a la nación y provocaron la guerra fratricida entre los mexicanos.

Recordamos hoy a Juárez por su conocimiento profundo de la diversidad social del país y su esfuerzo tenaz por darle unidad al cuerpo político. Así, cuando Benito Juárez restaura la República, en su manifiesto del 15 de julio de 1867 tiende una mano conciliadora al Partido Conservador derrotado y convoca a la unidad de la nación. En ese manifiesto asentó: "No ha querido ni ha debido antes el gobierno, y menos debiera en la hora del triunfo completo de la República, dejarse inspirar por ningún sentimiento de pasiones como los que nos han combatido [...] encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y a consolidar los beneficios de la paz..."

Recordamos hoy a Benito Juárez porque frente al elenco de héroes derrotados que celebra la memoria popular y la colección de mitos perpetrados por la historia de bronce y la izquierda petrificada en el dogmatismo populista, él configura la imagen de un héroe victorioso. Como dice Carlos Monsiváis, "Juárez es un vencedor insólito, mucho más un contemporáneo de vanguardia que un precursor. Vence al racismo ancestral, a las imposibilidades y dificultades de la educación en un país y una región asfixiados por el aislamiento, a los problemas de su carácter tímido y cerrado, a las divisiones de su partido, a la ira y las maniobras del clero integrista y los conservadores, a la intervención francesa, a las peripecias de su gobierno nómada, al imperio de Maximiliano, a la oposición interna de varios de los liberales más extraordinarios, a sus terquedades en el mando. Se le persigue, encarcela, destierra, calumnia, veja y ridiculiza". No obstante, a pesar de la saña que lo combatió ayer y la desmemoria política que lo olvida hoy, Juárez "permanece por la congruencia de su ideario y vida, y por defender con razón y pasión las ideas cuyo tiempo ha llegado".

Recordamos hoy a Juárez porque su vida es el reverso exacto de los escandalosos casos de corrupción y deshonestidad cotidiana que nos brindan los políticos por mediación de cada uno de sus partidos. Admiro a Juárez, decía don Daniel Cosío Villegas, "por una última razón, que en su tiempo poco o nada significaba, pero que en los nuestros parece asombrosa, de hecho increíble: una honestidad personal tan natural, tan congénita, que en su época no fue siquiera tema de conversación y mucho menos de alabanza". Por esas razones, y por muchas más contenidas en sus obras, es un deber moral recordar hoy, su nacimiento, el legado eminente del patricio Benito Juárez.

Texto tomado de La Jornada

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